Lobo y Conejo: Guardianes del Umbral Eterno

Por: Santiago Andrade León

Siembra y cosecha

Dicen los abuelos que antes de la luz, antes del tiempo y de la forma, solo existía el gran vacío sagrado: la Inexistencia. Allí nacieron, al mismo instante, Lobo y Conejo. Gemelos del misterio. Hermanos del silencio. Espíritus de la oscuridad y la muerte, del sueño profundo donde la vida aún no había despertado.

Pero aunque nacieron juntos, como todos los espíritus del tiempo, sabían —sin saber— quién había venido antes, y quién después. Porque en ese mundo antiguo, el tiempo no era una línea, sino un círculo. Porque en ese mundo, como dicen los abuelos, todo fue hecho en el mismo momento, en la misma intención. Nada nace ni muere: solo se transforma.

Y así, Lobo y Conejo fueron sembrados por el trueno. El fuego estalló en el vientre de la tierra, y su estruendo los despertó. Estaban dentro de una cueva, en el corazón del mundo. El fuego los había puesto allí para enseñarlos.

Vivieron como uno solo. Si el Conejo miraba a la derecha, el Lobo también. Si uno saltaba, el otro seguía. Y mientras dormían, soñaban el mismo sueño.

Pero cuando llegó el tiempo del nacimiento, cuando el mundo ya estaba preparado para recibirlos, algo cambió. Salieron a la Tierra, al espacio del día, y se dieron cuenta que, aunque eran gemelos, no podían caminar el mismo camino. No en esta forma. No en este mundo.

Y se separaron.

Desde entonces, el Lobo y el Conejo se persiguen, se encuentran, se evitan, se reflejan. Uno caza, el otro escapa. Uno vigila, el otro sueña. Son la danza sagrada de los opuestos, el ciclo que no se quiebra, el juego eterno del retorno.

Porque el mensaje es claro: la muerte no existe.

Existe la transformación. El reciclaje sagrado de la energía. La rueda que gira. El círculo de la vida que no tiene principio ni fin.


La dualidad como camino de unidad

En la cosmovisión andina, la vida y la muerte no son enemigas. Son hermanas. Son como Lobo y Conejo: gemelas que se buscan desde el principio de la existencia. Una no puede vivir sin la otra. Ambas están contenidas en el ciclo sagrado del Kawsay Pacha, el tiempo de la vida.

No existe creación sin destrucción. No hay amanecer sin noche. No hay flor que brote sin semilla que se pudra. El universo no se mueve en líneas rectas, sino en espirales vivas.

La muerte, entonces, no es castigo, ni pérdida, ni final. Es tránsito. Es retorno. Es renovación. Por eso, en nuestras ceremonias, en nuestras danzas, en nuestros rezos, se honra a los muertos como sabios presentes, como semillas activas en el campo invisible.

Vivir bien, desde el Sumak Kawsay, es aceptar esa danza. Caminar en equilibrio. Usar la energía con propósito, con reciprocidad, sin violencia ni acumulación. Vivir es ceder el paso, sembrar con conciencia, y partir sabiendo que el alma no muere: solo cambia de forma.

Así como el Lobo y el Conejo no se destruyen, sino que se transforman uno en el otro, así también nosotros, seres de barro y canto, recordamos que nacer es parte de morir, y morir es parte de vivir.

Que esta historia sagrada nos enseñe a caminar sin miedo entre luces y sombras. Que sepamos mirar a nuestros opuestos como espejos. Que cuando la oscuridad nos toque, recordemos al Conejo que corre. Y que cuando tengamos que partir, recordemos al Lobo que aúlla, no por dolor, sino por amor a la noche.

Así se nos revela la verdad más antigua:

Nada muere. Todo retorna. Y lo que parece fin, es solo un nuevo comienzo en la espiral sagrada de la existencia.

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